En mi casa somos seis hermanos. El pequeño de todos siempre ha sido el más consentido y el más protegido por mi madre por una razón muy clara: siempre ha sido el pequeño.
Cuando tienes un hijo, a medida que pasa el tiempo va creciendo y madurando, pero para ti es tu pequeño, tu niño, tú único hijo con el que convives desde que nació y con el que compartes tantas cosas únicas y nuevas que va mostrando con cada nuevo paso que da.
Pasa el tiempo y entonces tienes otro hijo, un bebé mucho más pequeño que el mayor, que necesita también mucho tiempo y muchos cuidados y que ocupa mucho menos espacio en tus brazos que el mayor. De esto te das cuenta cuando, tras coger al bebé coges al hermano que tan pequeño te parecía días atrás y tan grande parece ahora.
Dicho de otro modo, cuando nace un bebé el hermano mayor crece de golpe y esto no sucede sólo con respecto al tamaño, sino también sobre algo muy importante: a partir de ese momento empezamos a tratar al mayor de otra manera (y no es justo para él).
A mí me sucedió
Nació Aran, mi segundo hijo, y pasamos dos semanas bastante complicadas, pues fue prematuro y estuvo 7 días en la incubadora (poco comparado con otros prematuros, pero mucho comparado con los bebés sanos). Aran pesaba dos kilos justos y podíamos cogerlo tranquilamente con un solo brazo. Sólo mamaba y dormía y apenas hacía nada más.
Un buen día llegamos a casa con él y en ese momento inconscientemente comparabas el tamaño, las necesidades y la urgencia de uno con las del otro. Entonces todo aquello que no molestaba cuando sólo teníamos uno, porque con paciencia y diálogo lo reconducíamos, de repente empezó a molestar. Aparecían enfados y discusiones con el mayor cuando tiempo atrás todo iba como la seda. Aumentó la exigencia y la incomprensión por nuestra parte por una razón: Jon se convirtió en el hermano mayor (mayor… MAYOR…).
Jon, de golpe, se hizo mayor. Creció en mi mente y con ese crecimiento aumentaron mis expectativas y, como he dicho, mi exigencia. En definitiva, empecé a tratarle de una manera diferente, pese a que estaba aún a punto de cumplir 3 años (un niño pequeño, al fin y al cabo).
Pero por suerte entendí la raíz del problema
Todo lo que había ido bien empezó a ir menos bien. No digo mal porque no iba mal, pero con Jon las cosas eran diferentes. Entonces hablé por casualidad con otra mamá que acababa de tener a su segundo hijo y me explicó algo parecido: yo también he empezado a tratarle diferente. Exacto, ése era el problema, que yo le trataba diferente.
Había quien hablaba de celos. Es muy típico hablar de celos cuando nace un bebé y el mayor muestra el más mínimo cambio. Es como los dientes de los bebés… cuando están molestos y no sabes qué tienen, preguntas si están con los dientes y, como casi siempre es sí, ya tienes la razón. Pero no, no eran celos. Él seguía siendo el mismo Jon de siempre, el que tenía momentos en que desaparecía en su habitación durante horas para jugar solo y el que de repente te pedía ocho cosas de golpe porque quería compartir tiempo contigo y porque no era capaz de hacerlo todo solo.
Fui yo quien cambió. Fui yo el que empezó a verlo de otra manera y el que empezó a esperar de él cosas que antes no le había pedido. Yo le pedí una autonomía que todavía no tenía y que probablemente, por tener apenas 3 años, todavía no tenía que tener.
Cuando me di cuenta de esto respiré, porque encontré la solución a mi problema: tranquilo, respira, frena. Él sigue siendo el mismo. Él sigue necesitándome y necesitándonos y no sería justo para él que de repente empezara a tratarlo diferente. Merece el mismo tiempo y el mismo respeto que le tenía antes. Y se lo di.
Ese día volví a verlo de nuevo como un (pequeño) niño de 3 años y volví a darle tiempo y espacio para que creciera según sus posibilidades y deseos. Ese día volví a respetarle.
Nuestros hijos se ven más grandes y más maduros el día que tenemos otro bebé, pero no es cierto, es nuestra mirada la que ha cambiado. Tengámoslo claro.
Fuente:bebesymas