Un niño de corta edad suele ser muy sensible a los gritos. Son amenazadores y asustan. Por eso, pueden resultar eficaces. Ahora bien, en las virtudes del castigo se encuentra su mayor debilidad. Como elevar la voz es fácil, la tendencia es a chillar mucho. Y llega un momento en que no asustamos a nadie. Los niños siguen haciendo lo que les viene en gana en un ambiente de gritos insoportable. Para que el grito sea efectivo, gritemos poco, lo menos posible.
Guardemos nuestros gritos para los momentos de peligro inmimente: “¡Niño, no cruces!”. Y nunca como la culminación de un proceso de irritación creciente porque los niños pronto sabrán que mientras no chillemos, no toca obedecer: “Niño, por favor apaga la televisión… apaga, por favor… te he dicho que apagues… ¿me oyes? ¡apaga ya! ¡¡¡apaa-aaa…gaü!”. Pegar voces a diestro y siniestro no sirve de nada.
Las mujeres, tenemos tendencia a usar y abusar de las regañinas: regañando a los niños, al marido, a quien haga falta. Y si reflexionamos fríamente sobre el asunto, deberemos reconocer lo poco que logramos con nuestras constantes llamadas de atención. “Nunca me ayudas…” Y después de reñir y gruñir, terminamos preparando la cena, poniendo la mesa y llenando el lavaplatos. “Nunca recoges tus cosas…” Y, hartas de encontrarnos su habitación hecha una leonera, nos armamos de valor y ponemos orden en el caos. A las regañinas, les pasa como a los gritos. A medida que transcurre el tiempo, van perdiendo gas. Se vuelven inútiles, un simple ruido de fondo, una manía de mamá. Sólo alcanzan cierta efectividad cuando son contundentes. Y con decir las cosas una vez, basta.